Incrédulo por sobre los demás y seguro de sus remedios y de su ciencia, iba por el pueblo irradiando a diestra y siniestra recetas infalibles de laboratorios y probetas. Desatento a las señales, desatento a lo que realmente hacía falta porque en sí mismo sentíase completo, no pudo prevenir lo que sabía prevenir y cayó enfermo, grave. Ya en reposo, aunque dependiente de otros, se dio cuenta que enfermó para aprender. El cuerpo secretaba el milagro de la sanación sin horarios ni prescripciones, apenas con un poquito de paciencia y atención, apenas con una pizquita de fe y oración. Entonces aprendió que la mejor medicina era el amor y el cariño proveído por quienes lo hacían sentir afortunado en todo momento.
No importa el motivo ahora, pero hay días que amanecen oscuros. Son esos días malnacidos en que nos metemos de lleno al hoyo de nuestros vicios e imprudencias. Días negros, malditos. Están cargados de rabia, odio, frustración, decepción y cólera. Estos sentimientos hacen de la oscuridad un lugar acogedor desde donde disparamos los dardos envenenados más certeros para desmenuzar lo que hemos construido o lo que tanto nos costó amar. Nos convertimos en esa parte del universo, la que absorbe todo a su paso, incluyendo la luz de las estrellas y los pedacitos estelares de pan, somos agujeros negros en plena y orgullosa acción. ¡Así se van al carajo "esos días maravillosos" y se acabaron las "palabras de amor" para todos! Sí pues, esas caídas en el hoyo de nuestras negras emociones son constantes en nosotros los seres ordinarios. Sí pues, la furia, la rabia y todo aquello es parte de nuestra vida y así será siempre, hasta que aprendamos a manejarlas. Pero hasta ...
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