El día de la madre se ha convertido en una horda de compradores y consumidoras. Nunca sabremos con certeza qué genera un presente en una madre, pero, por ahora, me parece más una convención, un requisito social para ser hijo o hija.
Hoy no haré apología de la “madre perfecta”, esa mujer urbana, de mirada amorosa y arropada de hijitos de almanaque. No. Tampoco mencionaré a la madre rural, esa que procesiona con sus hijos en la espalda y que ofrece imágenes ambivalentes (“coraje” o “desgrashia”). Con el permiso de la Gran Madre, hoy haré apología a las madres que conozco. A por ellas:
Por la madre-niña, que no quiso ser madre.
Por la madre que parió sin querer y que dejó a sus hijos al cuidado del Universo.
Por la madre joven que trata de “hermanito” a su hijo mayor.
Por la madre que interrumpió la gestación, pero que aún así se siente madre.
Por la madre que acogió a hijos ajenos como si fueran suyos.
Por la madre que tiene hijos de varios padres, pero que a todos ama como a uno.
Por la madre que se vende por un plato de comida, para sus hijos.
Por la madre que cría más hijos de los que puede contar.
Por la madre que, partida en la mitad, llora la inocencia de su hijo encarcelado.
Por la madre que padece (con el pecho clavado) los pecados de sus hijos.
Por la madre que prende el fogón y llena la olla sin saber cómo.
Por la madre que, sin compañero, lo es todo para sus hijos.
Por la madre que, dejando de comer, alimenta a sus hijos.
Por la madre que, habiendo sido hija, hoy sabe lo que es ser madre.
Por la madre golpeada que aún así ama a su marido, y a su hijo.
Por la mujer que nunca parió, pero que reparte caricias como una Gran Madre.
Por la madre-abuela, que cría a sus nietos como si fueran sus hijos.
Por la madre que, siendo ella como es (mi madre), nos ofrece todo.
Y, finalmente, por la madre que te parió.
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