Incrédulo por sobre los demás y seguro de sus remedios y de su ciencia, iba por el pueblo irradiando a diestra y siniestra recetas infalibles de laboratorios y probetas. Desatento a las señales, desatento a lo que realmente hacía falta porque en sí mismo sentíase completo, no pudo prevenir lo que sabía prevenir y cayó enfermo, grave. Ya en reposo, aunque dependiente de otros, se dio cuenta que enfermó para aprender. El cuerpo secretaba el milagro de la sanación sin horarios ni prescripciones, apenas con un poquito de paciencia y atención, apenas con una pizquita de fe y oración. Entonces aprendió que la mejor medicina era el amor y el cariño proveído por quienes lo hacían sentir afortunado en todo momento.
Algunas reflexiones que preceden a mi andar