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Muerto de risa


Acabo de ver esta película. Las actuaciones me gustaron, aunque no me acostumbro a la combinación chiste + grosería, típico del cine peruano, quiero decir, limeño. La grosería aparece como la cuña de un mal chiste. El “puta madre huevón de mierda” es el gran cierre que, supuestamente, convierte en bueno un chiste mediocre. Al menos eso creen los libretistas o el “impro” que les permiten a los actores y actrices. Así es el cine limeño, fiel a su público, a sus “causitas”. Pero estas líneas no tratarán de ello. 

Hoy, a la hora del almuerzo, un comensal le decía a un amigo por el teléfono: “pareces un provinciano recién bajado ¿Cómo no vas a ubicar el restaurante?”. Precisamente, acabo de llegar a Lima. Sí, recién bajadito y me siento en otro mundo. Esta es una realidad paralela. Desde luego que puedo moverme y caminar, pero siento que no pertenezco aquí. Tengo muchas horas/bote, horas/bosque, horas/gente indígena amazónica como para desapegarme de sus lecciones y vivencias. Lima es un mar de gentes y edificios desconocidos, es bulla constante y agresiva (te bocinean a la mala), es día-luz-día (la ciudad no conoce la noche), y es inabarcable para quien quiere conocerla (su mar no tiene la otra orilla al frente, como el río). 

Hoy, en el cine, con la película “muerto de risa”, estos sentimientos se acentuaron. No fue la historia del protagonista, un hombre que, de tan grotesco y cínico, confunde el humor con la pedantería, con la burla y el despojo de la dignidad ajena. Felizmente, al final, el humorista, luego de una inducción al estilo Machín en “Asumadre, la película”, encuentra el humor haciendo de su miseria una sonrisa. Pero, este no es el tema. 

Lo que pasa es que, como dije, es cine limeño, y esta película, al igual que el señor del restaurante de esta mañana, me recordó que estoy en Lima, en una ciudad con una farándula decadente, narcisista, desalmada, cocainera, alcohólica, insensible e incapaz de mirar más allá de sus zapatos. Me doy cuenta que estoy rodeado de gente que cree que la inocencia y la ignorancia es patrimonio cultural del provinciano. Por ello, para la farándula y la gente de estos mares, “la paisana Jacinta” es la representación fidedigna del indígena. Resulta que las pautas de la ficción televisiva, del grotesco imaginario limeño, son nuestra identidad verdadera o, por lo menos, es lo que el público de este cine capitalino espera que seamos. Por ello decía que estoy en otro mundo, en uno paralelo. 


Pero, ante ello, qué responde el indígena. El uno se achora (se ríe con sorna, como el público del cine) y el otro reniega (tira las canchitas al piso y escupe). En estos casos yo sonrío, pero no festejo. Luego, con firmeza, digo mi parecer al taxista, al don del restaurante, a la farándula y al idiota que hace de Jacinta: hermano, mi corazón de paisano es inmenso, pero sensible; mis manos dan y recogen, mas no dañan; mis pies saben caminar, a veces a rastras, pero no me detengo; mis palabras llevan motes y sinfonías, pero hablo con los ojos fijos, mirándote; a veces, me inclino, pero solo ante el noble o el abusivo; y otras veces pecheo, amargo y endemoniado, pero sé que no es la salida. Hermano, como fuera, si me encuentras en la calle, con o sin disfraz, puedo enseñarte los secretos de la inocencia y la tenacidad, puedo enseñarte un chiste en vez de una grosería, puedo enseñarte a oler la tierra, y puedo, en fin, enseñarte cómo tarde o temprano yo estaré en tu lugar, pero no seré como tú.

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